Esto ha sido así durante mucho tiempo, particularmente en el mundo de las finanzas. El truco en mi época era envolver una idea poco elaborada con suficiente bravura para que pareciera una revelación divina. Mi viejo enemigo en la mesa de operaciones, Simon Pennyworth, entendía esto mejor que nadie. Durante principios de los 2000, en el apogeo de la burbuja de las puntocom, ideó un producto llamado "Cesta de Crecimiento Sintético". Sonaba maravilloso, pero en verdad, era un conjunto de acciones tecnológicas en declive mantenidas unidas por poco más que optimismo. Pennyworth lo vendió con tal fervor evangelizador, que habrías pensado que curaba la gota. Aún recuerdo la presentación: "Caballeros, esto no es solo un producto, es una visión. Un juego sobre infraestructura, innovación y el inexorable ascenso del yo digital." Un gerente de fondo de cobertura incluso lloró. En unas pocas semanas, la cesta había caído un 60%, el yo digital no había ascendido y Pennyworth no estaba por ningún lado. Lo encontré dos días después en The Globe, bebiendo una pinta de cerveza amarga y trabajando en la próxima presentación. Algo sobre renovables bálticas respaldadas por bonos convertibles de cacao. Sacudí la cabeza y me uní a él para tomar una copa. "No importa lo que contenga," dijo. "Mientras puedas contar una historia en la que quieran creer." Hasta el día de hoy, nunca he escuchado una definición más precisa de las finanzas modernas.